EL ÚLTIMO TREN
El tren estaba ahí, si corría lo suficiente, lo alcanzaba. A punto de llegar, pasó a llevar a una mujer que bajaba del carro, con el golpe, algo oscuro saltó por los aires que, cuando llegó al piso, se dividió en dos. Una parte cayó a sus pies y la otra en la ranura que separaba el tren del andén. Era su teléfono móvil que, como un soldado que vuelve de la guerra, mostraba una amputación dolorosa, oscura, silenciosa.
Dejó partir ese tren, pensó en llamarla, pero la batería estaba en los rieles, en medio de 750 voltios, tan cerca y tan lejos. Caminó hasta una oficina al final de la estación, le explicó el contratiempo a un hombre gordo, sonriente y sin apuro que rió de buena gana, para sorpresa de él, y le dijo que era cuestión de suspender un momento la electricidad y sacar el aparato. Mientras caminaban, el hombre le contó la historia de una delgada joven que al subir al tren en Amsterdam, después de fumar marihuana, cayó por ese mismo borde y quedó ahí atrapada, entre tren y muro. Volada y rasmillada, rió
Pensó que se le acababa la paciencia, quiso mirar la hora en su teléfono, pero no pudo. Calculó que le quedaban unos diez minutos, mientras, el hombre se secaba las lágrimas que asomaban en su rostro congestionado por la risa y hablaba por su intercomunicador para solicitar el corte de energía.
Cuando por fin la batería estaba en su lugar, lo encendió, vio la hora; se le había terminado el tiempo, ella debía estar esperándolo una vez más. Lentamente subió las escaleras, salió a la Alameda y dejó atrás la estación. Comenzaba a lloviznar, más allá los niños de la noche mendigaban. A lo lejos divisó un bus que llegaba hasta su casa, estuvo a punto de correr y alcanzarlo, pero por algún motivo, decidió que era una buena noche para caminar.
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