La paloma
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Uno de los más nítidos y antiguos recuerdos de mi niñez lo constituye una gran muralla que separaba nuestra casa de la de los vecinos. Tenía aproximadamente seis metros de alto por sobre los veinte metros de largo y su espesor era de veinticinco centímetros, obviamente de Adobe. Debo aclarar que por ese entonces, para mí constituía el final de mundo.
En un extremo, que para nosotros era casi el fondo del patio, la pared tenía un orificio estrictamente circular, de unos dieciocho centímetros de diámetro, que comunicaba con la cocina de los vecinos (comunicación hecha intencionalmente, probablemente en los tiempos que ambas propiedades constituían una).
Recuerdo que para el Terremoto del 64, mi madre limpiaba el desgrasador de la cocina, que era un depósito que almacenaba la grasa del lavaplatos. El movimiento telúrico la llevó a ubicarse con la suciedad hasta más arriba de los codos, frente a la pared, que se movía como hoja de papel al viento. Mi padre, al escuchar sus gritos, la cogió de un brazo, sin permitirle arrancar, mientras ella gritaba con pavor que la pared se les vendría encima. Fueron segundos interminables, más que por el movimiento (que para mí, a esa edad no era más que un juego), por la angustia con que mi madre gritaba a mi padre que la soltara. La pared se mantuvo firme, sin mostrar huella del enorme movimiento.
Un hermoso día de primavera, desde esa misma pared cayó al patio una paloma herida, en un ala, lo que le impedía volar. Fue un gran alboroto, en el que se involucraron mis hermanas, mi madre y mi Nana (la asesora del hogar que nos acompañara desde que nací hasta que cumplí nueve años). Mi corta edad no me permitió ser más que espectador. El diagnóstico fue rápido: Tiene un ala rota, hay que cuidarla hasta que esté bien, de lo contrario se la comerán los gatos. Lo que siguió fue un proceso rápido: Mientras mi madre la curaba, mis hermanas hacían hoyos a una caja de zapatos, que sirvió de albergue a la paloma mientras su herida le impedía volar. A diario veía como mis hermanas mayores la alimentaban.
Me acostumbré a la presencia de la paloma, días que a mis cortos años parecieron meses. Sin embargo llegó el día en que mi madre anunció que la paloma ya podía volar, y que intentaría soltarla para ver si era capaz de sostener el vuelo y partir. Me costó entender que la paloma debía irse. Con solemnidad mi madre abrió la caja, sacó la paloma y la echó a volar. Para mi pesar, voló y voló, traspasando las fronteras de la pared, dejando atrás el breve espacio que mi mirada abarcaba. Aún lo recuerdo como una pérdida.
Debido a varios cambios de casa, no sé si la pared resistió los terremotos siguientes, de los años 71, 85 y 2010. Sin embargo importantes paredes de nuestras vidas se agrietaron con éste último sismo. Claro, somos un país sísmico.
Me olvidaba, durante mucho tiempo la paloma volvió a visitarnos cada tarde.
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