BIENVENIDO AL MUNDO DE LOS SUEёOS, DE LAS HISTORIAS QUE NACEN DE LA VIDA COTIDIANA, LA SOLEDAD Y LA FANTASÍA

06 abril, 2006

LA NUBE


Una tarde a fines de primavera, contemplaba el cielo, intentando encontrarle forma a las nubes. Una de ellas, una pequeña, me sorprendió, era ver un pez, incluso su textura semejaba detalles como boca, ojos y escamas. Comenté el hecho a la persona que estaba junto a mí, y al volver la vista, la nube había tomado la forma de un bate de béisbol, la textura, antes escamas, se había convertido en las perfectas vetas de la madera.
-¡Hermosa nube!- comenté en voz alta, y la nube pareció dilatarse.
Comprobé el viento, corría una agradable brisa, a la que responsabilicé del cambio de apariencia de la nube. Una hora después, la nube seguía allí, esta vez con apariencia de sirena.

Al volver esa tarde a casa, me pareció que la nube seguía allí, y hasta me dio la idea que al conducir el automóvil, ella se mantenía a cierta distancia, como para que la siguiera viendo.
En un principio interpreté como coincidencia encontrar una nube de similares características al salir de mi casa a la mañana siguiente, aunque fui cambiando de opinión en el transcurso del día, al comprobar que la nube se mantenía visible desde la ventana de mi oficina. Ese día, la nube pasó por innumerables formas, lo que me impidió concentrarme en el trabajo.
Así pasaron los días, y la nube me acompañaba tímidamente de mi casa al trabajo y viceversa.
En la medida que me fui acostumbrando a su presencia, la nube se fue estacionando más cerca, hasta que, sin darme cuenta del momento preciso, estaba justo sobre mi cabeza.
El primer momento fue de emoción, sentir que se tiene una nube propia, a cualquiera lo llena de orgullo.
Al llegar el verano, especialmente en los día de más calor, la presencia de la nube era una delicia. Al subirme al automóvil, resultaba reconfortante encontrarlo fresco, aún en los días de 36 grados Celsius.
En los días nublados, apenas la distinguía, mientras que en los de sol, era el único afortunado que contaba con un poco de sombra.
Al tiempo, aunque era feliz teniendo a la nube conmigo, algo me fue incomodando, lo que se acentuó al sentir que había perdido mi sombra.
No sólo eso, pasé a ser un tipo oscuro, y mi piel se puso pálida, al igual que mi ánimo.

Al llegar el otoño, con la llegada de otras nubes, mi nube se empezó a sentir incómoda. Intentaba llamar mi atención en todo momento.
Así, mientras otros gozaban de un sol pálido, a mí me lloviznaba.
Ya no pude lavar el automóvil, siempre estaba húmedo.

Con la llegada del invierno, la nube se puso insoportable, siempre me llovía más fuerte que al resto.
Llegó un momento en que el techo de mi habitación se empezó a filtrar, me fue imposible repararlo con esa lluvia incesante.
Le pedí que se fuera, no podía resistir un momento más a su lado.
La nube no sólo se quedó, además, se enfureció, intentó por todos los medios ingresar a mi casa.
Si quedaba una ventana abierta, inmediatamente la sala se llenaba de bruma, se humedecían los muebles, las paredes. Al tiempo empecé a experimentar un resfrío permanente.
En vano le supliqué, mientras más le hablaba, más enojo demostraba.
Llegué a maldecir el momento en que comenté ¡Hermosa Nube!

Un día topé fondo: Iba en el automóvil, y no contando con que los neumáticos estaban húmedos por el agua que chorreaba de la carrocería, el automóvil patinó y me fui a estrellar con un bus estacionado. Afortunadamente salí ileso, aunque no puedo decir lo mismo del automóvil.
Ese mismo día puse en venta todas mis pertenencias y cuando tuve todo en orden, me fui de la ciudad. Hoy vivo al norte de la capital, en medio del desierto, donde las nubes, aunque añoradas, no tienen permitida la entrada.

Cuando quiero relajarme, me imagino figuras en la arena.