LA DEUDA
Después de unas cervezas, los cinco jóvenes conversaban animadamente, sentados en una parada de buses. Rodrigo se sentía realmente mareado, y en medio de esa bruma interna, escuchaba el relato de Francisco, acerca de un corte de luz, en pleno año nuevo, que había significado la quiebra del pequeño restaurante costero de sus padres.
-Quedó todo a oscuras, y empezaron a reclamar, a silbar, y a los minutos, estaban volando los platos, los vasos y las botellas. Cuando volvió la luz, se había ido la gente, sin pagar su cuenta, y todo quedó destrozado. No teníamos seguros, porque estábamos comenzando recién el negocio-
En medio de la noche, la tranquilidad del relato fue bruscamente interrumpida por Patricio:
-Esos tipos que vienen allí son delincuentes-
Rodrigo escuchó alcohólicamente la advertencia, como si el mensaje viniera de una gran distancia.
Cuando los sujetos hubieron pasado, Miguel, comentó:
Yo he visto la fotografía de uno de ellos en la escuela de Karate, en una pared dedicada especialmente a mostrar delincuentes comunes, con el fin de que nos cuidemos.
Rodrigo escuchó el testimonio de Miguel, sin salir de su esfera etílica.
Unos momentos después, los amigos conversaban animadamente una vez más, sin percibir que los jóvenes delincuentes se habían devuelto. Sigilosamente llegaron por detrás y uno de ellos tomó de la parte de la espalda de la chaqueta a Rodrigo, mientras otro le ponía un hierro afilado y puntiagudo de unos treinta centímetros, sobre el muslo. Un instante después, el que lideraba el grupo de maleantes, se acercó de frente a Rodrigo y dijo:
-No te gustó quemarme la cara, ahora yo voy a marcar la tuya para toda la vida-
Al escuchar estas palabras, Rodrigo se remontó a una hermosa mañana de primavera, cuatro años antes: Había salido de su casa fumándose un cigarrillo, al llegar a los locales comerciales, tres jovencitos de baja clase social, menores que él, de entre trece y catorce años, se burlaron. Al no tomarlos en cuenta, los muchachitos le lanzaron algo líquido en la espalda y arrancaron. Rodrigo los siguió a toda carrera, unos metros más allá, alcanzó a uno de ellos, lo tomó del brazo y lo amenazó. El jovencito envalentonado dijo:
-Pégame huevón, no me duele-
Rodrigo, molesto, en un momento de irritación, le apagó el cigarrillo en la cara. El jovencito gritó de dolor y de vergüenza, al sentirse observado por sus compañeros.
Hoy, el jovencito bordeaba lo dieciocho años, era delincuente, tenía una gran envergadura y estaba armado. Se acercaba a su rostro amenazante.
Rodrigo miró a su alrededor, Miguel, el karateca había desaparecido. Se sintió perdido, no atinó a mover un músculo.
En ese momento, Francisco se levantó de su asiento, caminó un par de pasos y empezó a sacar un palo guía de árbol, de dos pulgadas por dos, y de más de un metro de largo.
El joven delincuente dijo:
-¡Oye, con vos no pasa nada!- Queriendo decir que Francisco no corría peligro, que el asunto era con Rodrigo.
Francisco replicó en el momento de sacar el palo:
-Cómo que no pasa nada conchetumadre- Y agitando el palo, los ahuyentó.
Cuando los delincuentes arrancaron, los amigos los persiguieron lanzando piedras.
Con el paso de los días, Rodrigo supo que al delincuente le llamaban “el Lolo de las Motos”, porque se dedicaba a robar motocicletas. Había estado en la cárcel de menores, se había escapado de ella, saltando desde seis metros de altura y hoy lideraba una banda juvenil.
Durante un par de años, Rodrigo anduvo alerta, en reiteradas ocasiones, al llegar a su grupo de amigos, estos le decían: -Te andan buscando- Al escuchar esto, Rodrigo volvía a su casa amargado. Un día supo que en una redada, “el Lolo” había caído de un balazo en el pecho.
Algo cambió para siempre en su vida: No volvió a usar la violencia y dejó de fumar.
-Quedó todo a oscuras, y empezaron a reclamar, a silbar, y a los minutos, estaban volando los platos, los vasos y las botellas. Cuando volvió la luz, se había ido la gente, sin pagar su cuenta, y todo quedó destrozado. No teníamos seguros, porque estábamos comenzando recién el negocio-
En medio de la noche, la tranquilidad del relato fue bruscamente interrumpida por Patricio:
-Esos tipos que vienen allí son delincuentes-
Rodrigo escuchó alcohólicamente la advertencia, como si el mensaje viniera de una gran distancia.
Cuando los sujetos hubieron pasado, Miguel, comentó:
Yo he visto la fotografía de uno de ellos en la escuela de Karate, en una pared dedicada especialmente a mostrar delincuentes comunes, con el fin de que nos cuidemos.
Rodrigo escuchó el testimonio de Miguel, sin salir de su esfera etílica.
Unos momentos después, los amigos conversaban animadamente una vez más, sin percibir que los jóvenes delincuentes se habían devuelto. Sigilosamente llegaron por detrás y uno de ellos tomó de la parte de la espalda de la chaqueta a Rodrigo, mientras otro le ponía un hierro afilado y puntiagudo de unos treinta centímetros, sobre el muslo. Un instante después, el que lideraba el grupo de maleantes, se acercó de frente a Rodrigo y dijo:
-No te gustó quemarme la cara, ahora yo voy a marcar la tuya para toda la vida-
Al escuchar estas palabras, Rodrigo se remontó a una hermosa mañana de primavera, cuatro años antes: Había salido de su casa fumándose un cigarrillo, al llegar a los locales comerciales, tres jovencitos de baja clase social, menores que él, de entre trece y catorce años, se burlaron. Al no tomarlos en cuenta, los muchachitos le lanzaron algo líquido en la espalda y arrancaron. Rodrigo los siguió a toda carrera, unos metros más allá, alcanzó a uno de ellos, lo tomó del brazo y lo amenazó. El jovencito envalentonado dijo:
-Pégame huevón, no me duele-
Rodrigo, molesto, en un momento de irritación, le apagó el cigarrillo en la cara. El jovencito gritó de dolor y de vergüenza, al sentirse observado por sus compañeros.
Hoy, el jovencito bordeaba lo dieciocho años, era delincuente, tenía una gran envergadura y estaba armado. Se acercaba a su rostro amenazante.
Rodrigo miró a su alrededor, Miguel, el karateca había desaparecido. Se sintió perdido, no atinó a mover un músculo.
En ese momento, Francisco se levantó de su asiento, caminó un par de pasos y empezó a sacar un palo guía de árbol, de dos pulgadas por dos, y de más de un metro de largo.
El joven delincuente dijo:
-¡Oye, con vos no pasa nada!- Queriendo decir que Francisco no corría peligro, que el asunto era con Rodrigo.
Francisco replicó en el momento de sacar el palo:
-Cómo que no pasa nada conchetumadre- Y agitando el palo, los ahuyentó.
Cuando los delincuentes arrancaron, los amigos los persiguieron lanzando piedras.
Con el paso de los días, Rodrigo supo que al delincuente le llamaban “el Lolo de las Motos”, porque se dedicaba a robar motocicletas. Había estado en la cárcel de menores, se había escapado de ella, saltando desde seis metros de altura y hoy lideraba una banda juvenil.
Durante un par de años, Rodrigo anduvo alerta, en reiteradas ocasiones, al llegar a su grupo de amigos, estos le decían: -Te andan buscando- Al escuchar esto, Rodrigo volvía a su casa amargado. Un día supo que en una redada, “el Lolo” había caído de un balazo en el pecho.
Algo cambió para siempre en su vida: No volvió a usar la violencia y dejó de fumar.