REGRESO
Una de las primeras cosas que hice a mi regreso del exilio fue recorrer el centro de Santiago, como un turista: clavando la vista en cada construcción antigua, en cada rincón de la que fue mi ciudad por casi veinte años. Si bien me parecieron disminuidos, me imagino que por la inevitable comparación con las grandes catedrales, castillos y fortificaciones de Europa, me produjo un gran placer ver nuevamente el edificio de la Universidad de Chile, la Catedral, el Banco de Chile, el edificio de Correos, en fin, hasta el edificio de la UNCTAD, al que ahora llaman Diego Portales, me produjo nostalgia, aunque toda la zona que servía de comedores populares durante el gobierno de Salvador Allende ya no existe, según escuché, por un incendio ocurrido hace un tiempo.
Nunca estuve involucrado en política. Por supuesto que era simpatizante de la Unidad Popular, más aún, mi madre era secretaria personal de un ministro de la época, mi hermano mayor pertenecía al GAP (guardia de amigos personales del Presidente). Sin embargo lo que me llevó al exilio fueron extrañas circunstancias juveniles. Es cierto que toda mi familia se exilió en la Embajada de Francia, también es cierto que yo pude haberme quedado en Chile en casa de mi padrino, como lo hizo mi hermano menor, quien sólo se fue a Paris con el afán de viajar, estudiar y ampliar su bagaje cultural, sin embargo y como dije anteriormente, lo que decidió mi futuro, mi vida, fueron los acontecimientos de esa tarde de principios de octubre de 1973.
Estábamos con un par de amigos, Miguel, al que todos le llamaban Micky Mund, por su afición de ir todos los días del verano a la piscina Mund, que dicho sea de paso, fue convertida en edificios de departamentos. Al pasar por delante, me imaginé que a esos moradores deben penarles por las noches, los fantasmas de tantos amores muertos de aquella época. Decía que estábamos aquella tarde con Miguel, quien partió al exilio con nosotros y después de un par de años se aburrió del “carrete” de Paris y se fue a Saint Tropez, donde se convirtió en restaurador de muebles, al heredar la empresa y el oficio del padre de su trágicamente fallecida esposa, y con Jorge Marín, de quien no he vuelto a saber.
Recuerdo que el toque de queda era a las nueve de la noche. Poco rato antes, nos habíamos fumado un cigarrillo de marihuana, y cuando nos bajó el hambre, uno de ellos propuso cocinar tallarines. Cuando estaban casi listos, advertimos que no había salsa de tomates, entonces Miguel propuso salir a comprar. No advertimos que cuando salíamos eran las nueve con cinco minutos. Al llegar a la Torre, el edificio más alto de la Villa olímpica, donde estaban los locales comerciales, frente al “Unicoop”, fuimos interceptados por una patrulla militar, que procedió a detenernos, y tras revisarnos, luego de nuestras inútiles explicaciones, fuimos trasladados al Estadio Nacional, principal centro de detención de la dictadura.
A la mañana siguiente fuimos pasados a interrogatorio. Casi no nos golpearon, pero cada vez que nos interrogaban, un militar decía: - ¡Grita conchetumadre!! Con el fin de amedrentar a los demás detenidos. Así transcurrió el primer día.
Al día siguiente, se llevaron primero a Jorge. Lo escuchamos gritar, pedir por favor, suplicar; luego unos disparos y el silencio. Más tarde aconteció lo mismo con Miguel y luego fue mi turno. Al ingresar a la sala de interrogatorios, establecida en dependencias ubicadas en los túneles, al parecer lo que corresponde a camarines, un oficial de bigotes y cara cuadrada, me interpeló diciendo que mis amigos y yo éramos chilenos de segunda categoría, que éramos parias y no éramos un aporte a la sociedad que el “gobierno militar” quería construir. Dijo que la limpieza de Chile se hacía necesaria, imprescindible. Con esas palabras, dio la orden para que la patrulla que lo acompañaba, me apuntara con sus fusiles, y pese a mis súplicas, me fusilaron. Mis esfínteres se soltaron y el tronar de los balazos es un ruido ensordecedor que me ha acompañado el resto de la vida. Que fueran balas de salva no te libera de la impresión, ya que ese era el objetivo de la maniobra.
Al día siguiente se repitió la operación, y a cada uno de nosotros nos dijeron lo mismo: -Despídanse porque esta vez va en serio.
Allí pasamos sólo tres días, y al comprobar que no estábamos involucrados en política nos soltaron. Lo que no puedo olvidar es a varios hombre que entraron por esa puerta y luego de los ruidos de balas, no volvieron a estar con nosotros, en nuestras angustias nocturnas, oíamos salir camiones, que suponíamos llevaban sus cuerpos.
Ahora que he vuelto, después de treinta y tres años, en que no gocé de privilegios de exiliado político, y tampoco gozo de los de “retornado”, he vuelto a caminar por Santiago, y a revivir una antigua costumbre: cada vez que venía al centro, pasaba a la “Fuente Alemana” ubicada en Plaza Italia, desde que mi compañero de liceo, Aldo, hoy actor, me llevó por primera vez. He encontrado los mismos sabores, con la diferencia que los sándwich ya no los envuelven en papel. Allí estaba la mujer que me atendía de adolescente, alta delgada, de rasgos finos, todavía cumpliendo la misma función: atendiendo clientes y esperando la propina. Ni una promoción ha pasado por su vida, sólo las ojeras y las arrugas, fieles testigos del paso del tiempo, en una ciudad que según he leído, es de las con mayor tasa de depresión en el mundo, y cómo no.
Nunca estuve involucrado en política. Por supuesto que era simpatizante de la Unidad Popular, más aún, mi madre era secretaria personal de un ministro de la época, mi hermano mayor pertenecía al GAP (guardia de amigos personales del Presidente). Sin embargo lo que me llevó al exilio fueron extrañas circunstancias juveniles. Es cierto que toda mi familia se exilió en la Embajada de Francia, también es cierto que yo pude haberme quedado en Chile en casa de mi padrino, como lo hizo mi hermano menor, quien sólo se fue a Paris con el afán de viajar, estudiar y ampliar su bagaje cultural, sin embargo y como dije anteriormente, lo que decidió mi futuro, mi vida, fueron los acontecimientos de esa tarde de principios de octubre de 1973.
Estábamos con un par de amigos, Miguel, al que todos le llamaban Micky Mund, por su afición de ir todos los días del verano a la piscina Mund, que dicho sea de paso, fue convertida en edificios de departamentos. Al pasar por delante, me imaginé que a esos moradores deben penarles por las noches, los fantasmas de tantos amores muertos de aquella época. Decía que estábamos aquella tarde con Miguel, quien partió al exilio con nosotros y después de un par de años se aburrió del “carrete” de Paris y se fue a Saint Tropez, donde se convirtió en restaurador de muebles, al heredar la empresa y el oficio del padre de su trágicamente fallecida esposa, y con Jorge Marín, de quien no he vuelto a saber.
Recuerdo que el toque de queda era a las nueve de la noche. Poco rato antes, nos habíamos fumado un cigarrillo de marihuana, y cuando nos bajó el hambre, uno de ellos propuso cocinar tallarines. Cuando estaban casi listos, advertimos que no había salsa de tomates, entonces Miguel propuso salir a comprar. No advertimos que cuando salíamos eran las nueve con cinco minutos. Al llegar a la Torre, el edificio más alto de la Villa olímpica, donde estaban los locales comerciales, frente al “Unicoop”, fuimos interceptados por una patrulla militar, que procedió a detenernos, y tras revisarnos, luego de nuestras inútiles explicaciones, fuimos trasladados al Estadio Nacional, principal centro de detención de la dictadura.
A la mañana siguiente fuimos pasados a interrogatorio. Casi no nos golpearon, pero cada vez que nos interrogaban, un militar decía: - ¡Grita conchetumadre!! Con el fin de amedrentar a los demás detenidos. Así transcurrió el primer día.
Al día siguiente, se llevaron primero a Jorge. Lo escuchamos gritar, pedir por favor, suplicar; luego unos disparos y el silencio. Más tarde aconteció lo mismo con Miguel y luego fue mi turno. Al ingresar a la sala de interrogatorios, establecida en dependencias ubicadas en los túneles, al parecer lo que corresponde a camarines, un oficial de bigotes y cara cuadrada, me interpeló diciendo que mis amigos y yo éramos chilenos de segunda categoría, que éramos parias y no éramos un aporte a la sociedad que el “gobierno militar” quería construir. Dijo que la limpieza de Chile se hacía necesaria, imprescindible. Con esas palabras, dio la orden para que la patrulla que lo acompañaba, me apuntara con sus fusiles, y pese a mis súplicas, me fusilaron. Mis esfínteres se soltaron y el tronar de los balazos es un ruido ensordecedor que me ha acompañado el resto de la vida. Que fueran balas de salva no te libera de la impresión, ya que ese era el objetivo de la maniobra.
Al día siguiente se repitió la operación, y a cada uno de nosotros nos dijeron lo mismo: -Despídanse porque esta vez va en serio.
Allí pasamos sólo tres días, y al comprobar que no estábamos involucrados en política nos soltaron. Lo que no puedo olvidar es a varios hombre que entraron por esa puerta y luego de los ruidos de balas, no volvieron a estar con nosotros, en nuestras angustias nocturnas, oíamos salir camiones, que suponíamos llevaban sus cuerpos.
Ahora que he vuelto, después de treinta y tres años, en que no gocé de privilegios de exiliado político, y tampoco gozo de los de “retornado”, he vuelto a caminar por Santiago, y a revivir una antigua costumbre: cada vez que venía al centro, pasaba a la “Fuente Alemana” ubicada en Plaza Italia, desde que mi compañero de liceo, Aldo, hoy actor, me llevó por primera vez. He encontrado los mismos sabores, con la diferencia que los sándwich ya no los envuelven en papel. Allí estaba la mujer que me atendía de adolescente, alta delgada, de rasgos finos, todavía cumpliendo la misma función: atendiendo clientes y esperando la propina. Ni una promoción ha pasado por su vida, sólo las ojeras y las arrugas, fieles testigos del paso del tiempo, en una ciudad que según he leído, es de las con mayor tasa de depresión en el mundo, y cómo no.