MEDIANOCHE ( con colaboración de Andy)
Arturo cerró la puerta de su casa, le puso doble llave y empezó su paseo nocturno. Mientras se alejaba pensó en lo inútil de poner doble llave, _si con una basta _ se dijo, lo único que logro, es demorarme más al abrir.
Su reloj marcaba las once cuarenta y cinco. Torció por Avenida Irarrázabal, en dirección al oriente. No se veía movimiento, los pocos automóviles que circulaban, lo hacían tan rápido, que no se alcanzaba a distinguir su conductor. A la distancia divisó un bus, blanco, grande, casi vacío. Lo miró con indiferencia, trató de imaginar la realidad de esas vidas, esas escasas almas que aletargadamente se dirigían a inciertos destinos. Cruzó la avenida Pedro de Valdivia, los pequeños kioscos callejeros estaban cerrados, grandes candados eran una paradoja del movimiento mañanero, las cortinas metálicas estaban rayadas con símbolos casi ilegibles para él, conteniendo los nombres de anónimos líderes de la calle adolescente.
Sacó un cigarrillo. Sabía que no tenía fuego, que tendría que comprar fósforos o un encendedor desechable. Recordó una botillería en el sector, le parecía que estaba al llegar a José Pedro Alessandri, eran las once con cincuenta y dos minutos.
La noche por fin se enfriaba, la tarde había sido de las más calurosas de la temporada veraniega, recordó la casa de su amigo Roberto, tan fría en verano, con aire acondicionado, seguro debía estar reunido con su familia a esa hora. Llegó a la botillería, compró una cerveza en lata y un encendedor, encendió el cigarrillo y siguió caminando hacia la Plaza Ñuñoa.
Al llegar a la Plaza, pudo ver el escaso movimiento, aspiró profundo la última fumada, lanzó la colilla y abrió la lata de cerveza. Tuvo que ladearla para que no se rebalsara la espuma, bebió un sorbo largo, la sintió tibia, se resignó y siguió caminando.
Recordó otros días en que la Plaza Ñuñoa estaba llena de gente, comiendo y bebiendo en los distintos locales, abiertos hasta altas horas de la noche. Quizás más tarde la gente se volcaría a las calles.
Al llegar a Brown Norte, un reloj lejano indicó las doce de la noche, escuchó sirenas, gritos lejanos, algarabía al interior de las casas del sector…
Pensó en ella, también estaría con su familia, abrazándose y riendo con su esposo y sus bellos hijos, esbozó una sonrisa de ternura, y encendió otro cigarrillo…
Irene y su esposo habían discutido durante la mañana, y él, como tantas otras veces, había dejado de hablarle. Era la típica rutina en la que caían luego de una discusión; días de incomunicación y lejanía.
Aquella tarde se juntaron en casa de sus amigos e Irene no pudo disfrutar ningún minuto, sentía pena y rabia al mismo tiempo. Escuchaba las conversaciones como un lejano susurro sin poder prestar atención.
Al llegar a casa, acostaron a los niños temprano y sin cruzar palabra cerraron las ventanas, pusieron la alarma y apagaron la luz.
Al llegar a la Plaza, pudo ver el escaso movimiento, aspiró profundo la última fumada, lanzó la colilla y abrió la lata de cerveza. Tuvo que ladearla para que no se rebalsara la espuma, bebió un sorbo largo, la sintió tibia, se resignó y siguió caminando.
Recordó otros días en que la Plaza Ñuñoa estaba llena de gente, comiendo y bebiendo en los distintos locales, abiertos hasta altas horas de la noche. Quizás más tarde la gente se volcaría a las calles.
Al llegar a Brown Norte, un reloj lejano indicó las doce de la noche, escuchó sirenas, gritos lejanos, algarabía al interior de las casas del sector…
Pensó en ella, también estaría con su familia, abrazándose y riendo con su esposo y sus bellos hijos, esbozó una sonrisa de ternura, y encendió otro cigarrillo…
Irene y su esposo habían discutido durante la mañana, y él, como tantas otras veces, había dejado de hablarle. Era la típica rutina en la que caían luego de una discusión; días de incomunicación y lejanía.
Aquella tarde se juntaron en casa de sus amigos e Irene no pudo disfrutar ningún minuto, sentía pena y rabia al mismo tiempo. Escuchaba las conversaciones como un lejano susurro sin poder prestar atención.
Al llegar a casa, acostaron a los niños temprano y sin cruzar palabra cerraron las ventanas, pusieron la alarma y apagaron la luz.
Irene cambiaba de posición una y otra vez, buscando una posición para conciliar el sueño.
Faltando un cuarto para las doce, se levantó, sacó la alarma, se sentó en un bowindow, abrió la ventana y sintió la brisa cálida de la noche de verano. Miró las estrellas entre las hojas del Tilo, brillaban como nunca.
Pensó, cuántos estarán en la misma situación; sintiéndose solos a pesar de estar rodeados de gente.
Recordó a Arturo, debía estar con sus hijos haciendo un brindis. No podía contener las lágrimas, caían hasta sus muslos y mojaban sus pies desnudos. Escuchaba la respiración de su marido, rítmica y profunda. Un reloj anunciaba las doce...
Se devolvió por la calle Dublé Almeyda, unos perros callejeros ladraban, apuró el paso, en unos cuantos minutos estaría en su casa.
Se devolvió por la calle Dublé Almeyda, unos perros callejeros ladraban, apuró el paso, en unos cuantos minutos estaría en su casa.
Recordó que sus hijos no volverían hasta la madrugada, al llegar bebió un vaso de leche tibia y se acostó.
Ya mañana tendría tiempo de ver en las noticias, como el planeta había recibido el año nuevo.
1 Comments:
¡Cuánta desolación! Salvo por el detalle del "sexy babydall", que me pareció estaba fuera de contexto.
La narración va creando, poco a poco, una atmósfera de hoyo negro, pero no te traga de un tirón, primero te roba la alegría, y puede prácticamente palparse la soledad de ambas vidas.
Es un cuento en blanco y negro, y pese al verano se percibe un friíllo que penetra por la dermis en dirección al alma.
Todo esto para decir que la atmósfera me pareció muy bien lograda. Sentí la noche, sentí la tristeza, sentí la incertidumbre de la separación y el desencuentro de ambos personajes. También sentí cierta angustia en los pasos que recorren las calles.
Pasaré por acá más a menudo.
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